Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

domingo, 23 de abril de 2017

NACIONALISMO Y TOTALITARISMO (II)

Nacionalismo de estado y fascismo (1918-1945).

El nacionalismo tiene una doble cara, una cara democrática y liberadora que busca como primer objetivo el principio de autogobierno, el objetivo es librarse de la opresión que sufre la nación étnica, fundamentada en el sentimiento que los individuos poseen de identificación con la comunidad en que han nacido. A partir de ese patriotismo étnico que ensalza la identidad colectiva  aparece el principio político por el que cada nación tiene derecho a ejercer el poder soberano sobre el territorio en que habita y que poseería fronteras “naturales”, un aspecto este basado, como ya se ha señalado, en el organicismo. Es el supuesto carácter natural de la nación lo que provoca que el nacionalismo reivindique un territorio que considera inmutable y al margen incluso de la voluntad de los propios ciudadanos/as (se puede aplicar igual a la “unidad” de España, que a las fronteras naturales de Euskadi o a los denominados Países Catalanes).  De esa forma aparecen los multitudinarios nacionalismos del siglo XIX, apoyados en la prensa de gran tirada. La territorialidad, como ya se ha dicho, es el principal requisito de las naciones y fácilmente puede justificar el expansionismo.
El nacionalismo tiene también otra cara, la de la obscenidad del nacionalismo totalitario. En todo caso, en esta segunda versión, es evidente que el estado tiene un papel primordial en la creación del nacionalismo[1].
Después de 1870 predominó la política nacionalista de poder unilateral de los grandes Estados centralizados y unitarios que trataran de hacer sentir la voluntad general de la nación en el exterior con desprecio hacia otras naciones. En este contexto el nacionalismo fue una forma extrema de patriotismo dentro de una política imperialista.
No resulta extraño, partiendo de esta doble cara, que el nacionalismo de estado, que se configuró a partir de finales del siglo XVIII y siglo XIX, culminara en los regímenes fascistas surgidos en Europa entre 1918-1945. Los fervores fascistas se difundieron masivamente a través del medio de comunicación más potente de la época, la radio. El Estado aprovechó la capacidad del nacionalismo para dar sentido emocional a una época de declive de la religión y deshumanización provocada por la industrialización con lo que fortaleció al Estado dotándolo de una fidelidad casi religiosa.
Estos movimientos nacionalistas europeos representaron reacciones contra el nuevo orden burgués, democrático y liberal emergente, en el que las clases trabajadoras y los partidos socialistas estaban desempeñando un papel cada vez más importante. Eran movimientos que surgieron como resultado de una gran crisis de confianza en el estado-nación. El fascismo proponía la primacía de la nación unida de forma inseparable al estado, quedando el individuo totalmente subordinado a este. Buscaban la homogeneidad nacional y vinculaban a las masas a las ideas míticas y a menudo místicas de nación. Basado en una combinación de terror y consenso, el fascismo daba mucha relevancia a la participación de las masas en cultos que generaban un sentido de pertenencia a la nación[2]. El estado-nación fue convertido en una especie de dios y el fascismo llevó esta idolatría al máximo. Naciones-estado autoritarias, belicosas y puntales supremos del orden social que aparecieron como freno a la posibilidad de que la nación se dividiera en clases sociales y que el enfrentamiento entre éstas favoreciera la revolución social. El Estado y la nación eran quienes “podían” salvar la sociedad. Esta idea está presente tanto en los regímenes fascistas de los años treinta del s. XX como en el nacional-catolicismo español durante, y tras acabar, la guerra civil en 1939.

GABY HERBSTEIN

El nacionalismo hoy más fuerte que nunca

Resulta evidente en la actualidad que el nacionalismo no ha pagado los excesos del fascismo y hoy se presenta con múltiples caras en países europeos con estado y en territorios en los que se aspira a tener estado. La capacidad de renovación del nacionalismo resulta llamativa puesto que lo avalan posiciones de izquierda (incluso de extrema izquierda anticapitalista como la CUP o Bildu) y de derecha extrema. Es posible que su éxito dependa de su capacidad para movilizar las emociones y el sentimiento de superioridad y autoestima tan necesario en momentos de crisis en que amplios sectores sociales han sido gravemente maltratados.
Las políticas neoliberales que han agudizado claramente les desigualdades sociales y la inexistencia de respuestas (sindicales y/o sociales) para detenerlas, han provocado discursos que apelan al nacionalismo y la xenofobia.
Los partidos de extrema derecha son contrarios a la cesión de soberanía a la Unión Europea (UE), especialmente al control de fronteras con lo que supone de control de la inmigración y a la libre circulación de trabajadores/as de los países de la UE, como se ha demostrado en Gran Bretaña en el último referéndum que ha dado lugar a su salida de la UE. Con diferencias entre ellos, todos los países tienen en común que cuentan con apoyo electoral interclasista y que suponen una ruptura respecto a la ultraderecha nostálgica y corporativa[3]. La deriva autoritaria ha seducido a otros partidos que sin ser de ultraderecha están aplicando medidas que lo parecen o manifestando opiniones que se acercan peligrosamente al fascismo. Un ejemplo reciente es el caso de  la parlamentaria Bettina Kudla de la Unión Cristianodemócrata (CDU) que en un tuit señaló que “Merkel lo niega. Tauber sueña. La inversión étnica ha comenzado. Es necesario actuar”[4]. Inversión étnica (Umvolkung en alemán) fue una expresión popular durante la dictadura nacionalsocialista con la que se referían al proceso de germanización de los territorios conquistados en Europa oriental. La recuperación de expresiones del nacionalsocialismo no es un caso excepcional hoy en Alemania.
Desgraciadamente la presencia de partidos ultras (neonazis, neofascistas, racistas, antinmigrantes, hipernacionalistas, antieuropíistas, casi siempre islamófobos e incluso violentos) en los parlamentos europeos ya no es una sorpresa. Han escalado posiciones en Noruega, Finlandia, Dinamarca, Bulgaria, Hungría, Austria, Holanda, Bélgica, Francia, Polonia, etc.
Uno de los efectos indeseados de cualquier nacionalismo es la creación de un “relato de la nación” que implica manipulación de la historia para distorsionar unos hechos, que bien poco importan, sobre todo, si estropean el relato. La Historia siempre es un campo crucial para los nacionalismos. Si estas narrativas se realizan desde el poder, como ocurre ahora en Cataluña, la creación de mitos busca producir silencio entre quienes no se los “creen”, mientras  que, repetidos hasta la saciedad por los fieles creyentes, se convierten en “verdades históricas”, como la mitificación impulsada desde la Generalitat de Catalunya de los hechos de 1714. Estas “verdades” no se pueden poner en cuestión sin correr el riesgo de ser condenados como traidores, o  botiflers a la catalana, a la patria. Resulta más cómodo guardar silencio que separar la verdad de la falsedad, ese es el peligro de los mitos que, opuestos a la explicación racional del mundo,  hay que aceptarlos completos aunque sustituyan a la realidad. Todos los nacionalismos sin excepción pretenden  construir y controlar el “relato de la nación”. Vivir en un territorio que está en plena construcción de dicho “relato” significa escuchar o leer  continuamente el simplista relato nacional (o independentista como le gusta a la izquierda que teme el término nacionalismo como a una mala pena) que ha ido creciendo al calor del poder y de sus recursos (medios de comunicación, ediciones, congresos, museos, becas, etc.) voceados desde las instituciones, desde la voz “autorizada” de diputados/as, políticos/as, miembros de la llamada sociedad civil o comentaristas de cualquier medio de comunicación que de pronto son expertos/as en historia, en economía, en sociología, en filosofía y en otras muchas  materias.
Esa construcción del “relato de la nación” puede ser más zafia o menos en función de la categoría intelectual de quien participa en dicha construcción, así como el grado de convencimiento de las creencias. Así no son extrañas afirmaciones que adolecen de poca base histórica y que expanden los nacionalistas más convencidos, exaltando y engrandeciendo actos de la nación como síntoma de su grandeza (o superioridad):
No hay en la historia contemporánea del Estado español movilización alguna que se acerque a lo sucedido los últimos años en Cataluña[5].
La impaciencia y exaltación llega al punto de desear acelerar la llegada del “gran cambio” purificador provocando las contradicciones antidemocráticas del Estado (español) aunque eso suponga recurrir a algún tipo de fuerza legal o incluso a la fuerza bruta[6] que acelere la llegada de la “tierra prometida”.
En  conclusión, el nacionalismo convirtió un periodo de treinta años (1914-1945) y dos guerras mundiales en excepcional, dejando múltiples huellas inconfundibles. El total de muertos ocasionados por esas guerras, internacionales o civiles, revoluciones y contrarrevoluciones y por las diferentes manifestaciones del terror estatal, superó los ochenta millones de personas. Cientos de miles más fueron desplazados o huyeron de país en país, planteando graves problemas económicos, políticos y de seguridad. Pese a todo ello cincuenta años después el nacionalismo ha resurgido para volver a condicionar la vida de los ciudadanos y ciudadanas europeas desde la maquinaria del estado (quejosa de las limitaciones que le impone la UE) y con el consentimiento de poblaciones acuciadas por el miedo al extranjero, al inmigrante, al refugiado, al miembro de otra cultura, en definitiva, al Otro. La amenaza y el miedo convenientemente manipulados y la pertenencia emocional a un ente superior que es la nación propia vuelve a propiciar el crecimiento de partidos nacionalistas y ultras como si lo sucedido entre 1914-1945 no hubiera sido suficiente lección respecto a sus catastróficas consecuencias en vidas humanas y en destrucción material.




[1] Llobera, 1996: 260.
[2] Llobera, 1996: 269-270.
[3] Soledad Bengoechea i María-Cruz Santos, “La deriva autoritària europea”, 21-07-2016
 https://directa.cat/actualitat/deriva-autoritaria-europea
[4] Luis Doncel, “Nuevos tiempos para viejas palabras nazis”. El País, 2 de oct. 2016.
[5]Quim Arrufat,  exdiputado de CUP-AE entre 2012 y 2015 y ahora cabeza del secretariado nacional de dicha organización nacionalista en  lamarea nº 30, 2015.
[6] El País, 11 de septiembre 2016, en este enlace se pueden escuchar las palabras del exdiputado.
http://cat.elpais.com/cat/2016/09/10/catalunya/1473533448_662424.html

jueves, 13 de abril de 2017

NACIONALISMO Y TOTALITARISMO (I)

Este artículo ha aparecido en la revista Libre Pensamiento, nº 89, invierno 2016/2017. 


Por su extensión he dividido el artículo en dos partes.

En esta primera parte he considerado necesario, para comprender la verdadera dimensión del nacionalismo actual, remontarme al pasado para aclarar el origen de este movimiento político que dará paso a la construcción de los estados-nación que hoy perviven.

La decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos en la sociedad occidental creó, hace unos 150 años, un vacío que el nacionalismo trató de cubrir, para ello fue necesario que el nacionalismo  incorporara una pretensión de totalidad al modo religioso.

El origen del nacionalismo europeo

Las naciones para ennoblecerse suelen reivindicar orígenes muy antiguos, frecuentemente medievales. Siempre hay estudiosos/as dispuestas a proporcionar ese pedigrí de antigüedad, aunque la mayoría coincide en que las primeras manifestaciones del nacionalismo moderno fueron la revolución norteamericana y la revolución francesa ambas de finales del siglo XVIII[1].
Demostrar el origen medieval de la nación resulta imposible sobre todo si aceptamos la afirmación de que el nacionalismo es el que engendra a las naciones y no a la inversa[2]. Hay unanimidad en que el nacionalismo es un hecho contemporáneo, por tanto quienes se obstinan en proporcionar esa antigüedad tan anhelada por la nación, necesitan mitos e invenciones para remontarse más allá del siglo XVIII. La mitología que fundamenta el pasado de las naciones acaba construyendo una devoción mística que sitúa al individuo en una posición de entrega irracional a la patria que puede llegar a exigir incluso la vida.
Para comprender que una ideología exija tanto a sus devotos, no está demás dilucidar qué se entiende por nación y nacionalismo, puesto que quienes defienden el origen medieval de la nación, con frecuencia consideran que es la identidad nacional y no el nacionalismo la que se remonta en el tiempo, como indica el antropólogo Josep R. Llobera[3].
La nación designa aquellos grupos humanos que creen compartir unas características culturales comunes (lengua, raza, historia, religión) y que basándose en ellas, consideran legítimo poseer un poder político propio. En definitiva, para que haya nación tiene que haber grupos humanos cuyos miembros se sientan, o quieran ser, nación. En cambio el nacionalismo se define como la doctrina o principio político de acuerdo con el cual cada pueblo o nación tiene derecho a ejercer  el poder soberano sobre el territorio en el que habita, por tanto la territorialidad es el principal requisito de las naciones[4] y  suele conllevar aspiraciones expansionistas que buscan apropiarse de la mayor extensión de territorio posible.
Dice J. R. Llobera que las raíces de la identidad nacional nacida en la Edad Media surgieron de una parte minoritaria de la población, clases caballerescas y clérigos con una cierta cultura, que tenían miras lingüísticas muy estrechas ya que las personas cultas utilizaban latín y eran universalistas[5].
Para J. R. Llobera es incuestionable que no hay nacionalismo en la Edad Media pero sí la génesis de la conciencia nacional que se manifiesta en algunos factores: el uso de términos como natío y patria (aunque con significados diferentes a los que tienen en la modernidad); la lengua que determina la esencia de la nación (Álvarez Junco[6], sin  embargo, señala que el único terreno cultural que preocupaba a los gobernantes de los siglos XVI y XVII era la religión, no la lengua), las tradiciones mentales (su uso en una literatura escrita); los lazos de parentesco (reconoce que suelen ser mitos); la cultura entendida como las maneras, los hábitos, las costumbres, las leyes, etc., propios de la zona; sentimientos contra la dominación extranjera; y la unión de la religión y el gobierno nacional[7].
En España a lo largo de los primeros Borbones se detecta una tendencia creciente a la presentación del poder en términos de linaje o cultura colectiva, lo que no hace sino desarrollar el patriotismo étnico o ensalzamiento de la identidad colectiva iniciado por los Habsburgo. Un avance en la construcción de la etnia o nación, en sentido moderno del término, requería la exaltación de las glorias de un pueblo, el español. Sin embargo la autoglorificación del rey y la familia real seguía teniendo una gran importancia especialmente entre los sectores populares que veían en el monarca la suprema encarnación de la autoridad pública. Por todo ello, Álvarez Junco habla de conciencia prenacional. El patriotismo étnico emergente era bien recibido en palacio, pues predisponía en favor de una actitud proestatal, lo beneficioso para la corona iba fundiéndose en lo que convenía al Estado[8].
Por tanto, la formación de una identidad, por ejemplo la española,  apareció mucho antes del siglo XIX (en el caso español, antes de 1808 y la guerra contra el francés) y para algunos autores, como Llobera, se vio interrumpida por la aparición del absolutismo a principios de la época moderna, época en la que primó la expansión del estado eclipsando los sentimientos nacionales. Cuando decae el absolutismo es cuando empiezan a expresarse los sentimientos nacionales. Antes del siglo XIX hubo en diversos países, entre los que se encontraba España, un proceso de formación de una identidad colectiva o nacional. La identidad nacional no era sino una más de las múltiples identidades colectivas que cada ser humano compartía con millones de sus semejantes (como la edad, el género, la religión, los gustos y afinidades culturales, deportivas, etc.). Por tanto, las identidades nacionales fueron creaciones artificiales, es decir, movidas por intereses políticos. Afirmación que anula la posibilidad de aceptar el organicismo (supuesto carácter natural de la nación). En consecuencia, el sentimiento nacional fue adquirido o inculcado, a través del proceso educativo, de ceremonias, de monumentos o de fiestas cívicas.
En todo caso conviene señalar que para que se produzca un avance hacia la construcción de la nación, en sentido moderno del término, tenía que producirse una exaltación de las glorias de un pueblo (el español, el francés o el holandés). Mientras los intelectuales estaban por la tarea de potenciar la conciencia nacional, era dudoso que hicieran lo mismo la familia real y su entorno, y el pueblo estaba muy dominado por la reverencia hacia el monarca y la sumisión al mismo.
Será a finales del siglo XVIII cuando aparezcan las primeras manifestaciones del nacionalismo moderno en las que la identidad nacional sirvió para dar legitimidad a la estructura política, permitiendo a esta exigir sumisión y lealtad a su autoridad y a sus normas[9].


Resulta muy difícil, por lo menos en España, que esa identidad colectiva anterior al siglo XIX pueda llamarse popular debido a la escasa difusión de las imágenes que estaban transformando la representación del ente colectivo.
Los nacionalismos decimonónicos acabaron ganándole la batalla de las emociones a las religiones monoteístas y, en cierta medida, sustituyéndolas. Lo que en gran parte define un fenómeno religioso es la capacidad preceptiva de las creencias para todos los miembros del grupo y esa capacidad la tuvo, y la tiene, el nacionalismo. La aspiración social más poderosa expresada en las ideas de nación y patria era el deseo de alcanzar la unidad y la comunidad, un sentimiento que el patriotismo y el nacionalismo heredaron de la religión[10].
En la segunda mitad del XVIII los pueblos o naciones serán recreados o consolidados a partir de indicadores étnicos (fundamentalmente, los orígenes, la cultura y la lengua) pero el principio del nacionalismo cultural es por definición tan maleable y sujeto a manipulación que la coincidencia entre estado y nación fue una excepción más que   una regla. La idea de nación cultural es un valor (evoca el sentido religioso secularizado de comunidad) del que los diferentes grupos sociales, incluidos  los estados, trataron de apropiarse[11].

El nacionalismo y lo absoluto

La decadencia del papel desempeñado por los sistemas religiosos (específicamente el cristianismo) en la sociedad occidental, creó un inmenso vacío en los últimos 150 años. Un vacío que hace referencia a las percepciones de justicia social, al sentido de la historia humana, relaciones mente-cuerpo y el lugar del conocimiento en nuestra conducta moral[12]. El nacionalismo ha tratado de cubrir dicho vacío y la consiguiente nostalgia del Absoluto, para ello fue necesario que el nacionalismo  incorporara una pretensión de totalidad.
Este movimiento con pretensiones de totalidad, y hambre de lo trascendente[13], tuvo que  alimentar las mentes de sus seguidores/as de manera continuada a base de mitos trascendentes y estas mitologías aunque pudieran ser antirreligiosas, tenían (y tienen) estructura, aspiraciones y pretensiones religiosas en su estrategia y en sus efectos.
La centralidad de la religión en el desarrollo del nacionalismo resulta tan evidente que autores como Llobera afirman que de hecho el nacionalismo  se ha convertido en una religión; una religión secular cuyo dios es la nación. Por tanto posee todos los fastos y rituales de la religión y además como la religión, se aprovecha de la reserva emocional de los seres humanos[14]. En sus actos y celebraciones, los participantes comunican y comparten valores (tierra, historia, ancestros, mitos, etc) y emociones, algo que resulta más difícil detectar en otros movimientos sociales. La construcción de esa identidad puede basarse en ver al otro como antagonista y no como enemigo ya que esto último puede conllevar la aniquilación física que tanto deseaba el nacionalsocialismo. Verlo como antagonista hace posible un diálogo en el que se van buscando soluciones más o menos satisfactorias a los problemas. Si la identidad nacional se basa en una fijación estática a un pasado repleto de tradiciones, el conservacionismo lo invade todo.
La idea de religión civil la introdujo Rousseau cuando afirmaba que esta tendría como objetivo provocar amor al país y el cumplimiento de sus deberes en la ciudadanía. La religión civil vendría a ser un mecanismo de autorregulación para protegerse contra la adoración de la nación. Ese mecanismo no parece que funcionara bien ya que la tendencia de la modernidad ha sido la de considerar el estado-nación como un dios[15]. En definitiva el nacionalismo obtuvo su fuerza del mismo receptáculo de ideas, símbolos y emociones que la religión. La religión se metamorfoseó en nacionalismo.




[1] Javier López Facal (2013): Breve historia cultural de los nacionalismos europeos. Catarata, Madrid (p. 20-21).
[2] Lopez, 2013: 58.
[3] Josep R. Llobera (1996): El dios de la modernidad. El desarrollo del nacionalismo en Europa occidental. Anagrama, Barcelona. 
[4] Llobera, 1996: 13.
[5] José Álvarez Junco (2001): Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Taurus, Madrid, p. 121
[6] Álvarez Junco, 2001: 77.
[7] Llobera, 1996: 117-119.
[8] Álvarez Junco, 2001: 66 y 72-73.
[9] Álvarez Junco, 2001: 15.
[10] Llobera, 1996: 250.
[11] Llobera, 1996: 257.
[12] George Steiner (1974) [12ª ed, 2014]: Nostalgia del absoluto. Siruela, Madrid, p. 15.
[13] Steiner, 1974: 108.
[14] Llobera, 1996: 194.
[15] Llobera, 1996: 197.

lunes, 3 de abril de 2017

JOSÉ LUIS PARDO, Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas.

El ensayo de José Luis Pardo trata temas muy diversos a lo largo de sus 291 páginas, no pretendo hacer referencia a todos ellos pero si advertir que no abarco en esta reseña todas sus reflexiones.

El autor hace girar el ensayo alrededor del malestar en el que vivimos desde hace algo más de una década. El estado del malestar para Pardo es el estado de guerra (o al menos de preguerra o de postguerra), el resquebrajamiento del pacto social que, tras la II GM, procuró reducir el enfrentamiento que emanaba de las desigualdades sociales existentes. La paz social era compatible con la democracia parlamentaria y el Estado de derecho, y en virtud de ello se pusieron en marcha una serie de instituciones que constituyeron el Estado del bienestar. Este pacto fue el principio del fin de los partidos comunistas que consideraban que esas desigualdades sociales solo se podían liquidar a través de la guerra, del conflicto y, por tanto,  sin paz social.



El estado de malestar no es sin más el estado de guerra, es la inseguridad acerca de si estamos en estado de guerra o de paz, se inició según el autor, cuando se derrumbaron las dos torres gemelas en Nueva York (11 sept. 2001).

En España los tiempos fueron diferentes debido a la Dictadura franquista, el consenso del Estado del bienestar no se estableció hasta 1977 con los “pactos de la Moncloa” y después con la constitución de 1978. También en este caso se trataba de un acuerdo de paz político y social. Político porque tenía que poner fin a la guerra civil de 1936; social porque significaba la opción del nuevo Estado español por la democracia social de derecho instaurada en dicha Constitución.

Hubo quién se quedó al margen de la paz social, destacando entre ellos al sector comunista que no se sintió representado por el PCE. Durante 30 años este sector construyó un relato de los que ahora se llaman contrahegemónicos, es decir, un relato que presentaba la transición como un vergonzoso trato entre ladrones que había supuesto la sumisión a los grandes poderes económicos y la abdicación de las exigencias emancipadoras de la política revolucionaria de la España de 1936.

La brecha abierta en el consenso constitucional se da en la última década porque convergen dos clases de malestar: el de los “auténticos” que se adaptaron mal a los tiempos de paz y peor aún al Estado del bienestar jurídico y el malestar de quienes partidarios del Estado de bienestar, veían su estructura jurídica peligrar por la aparición de una gran franja mundial de alegalidad por la que corren bombas, ejércitos irregulares, refugiados, armas, dinero, drogas, propaganda, etc.

En este malestar hay una pieza clave, el bienestar materia, ya que es la base sobre la que se levanta el bienestar jurídico, es decir el tener derecho a estar bien (estarlo depende de muchos factores) y el que el Estado garantice ese derecho.

Cuando se despoja a los ciudadanos de su bienestar material, su malestar se llama “pobreza”, pero si viven en un Estado de bienestar jurídico, su pobreza será digna, pues de no ser así a las carencias materiales se añadirá  la miseria moral. Cuando se deteriora el bienestar jurídico, incluso la prosperidad material es indigna (es la carencia de derechos o malestar jurídico). La protección jurídica sin base material pone al Estado en situación de dependencia de la “economía líquida” de los flujos financieros de los que se alimenta. Cuando la liquidez decrece, los ciudadanos se “indignan” pero no se sienten corresponsables de su malestar.

El autor insiste mucho en la crítica del comunismo y el compromiso del intelectual que durante mucho tiempo se fundamentó en estar dispuesto a dar la vida por la Idea, algo indisociable del estar dispuesto a matar por ella (cuando se produjera la revolución). Lleva a cabo del mismo modo una crítica sistemática a los filósofos que pretenden ser fabricantes de sentido de la Historia, que se comprometen hasta el punto de dar y quitar la vida. En este sentido lleva a cabo una crítica a brochazos gruesos contra Marx, Nietzsche, Foucault, Deleuze, Debord, y otros, lo que menos me ha gustado del libro, la superficialidad en el cuestionamiento de estos pensadores. Su crítica se fundamenta en la separación que aprecia entre los filósofos “idealistas” y los “prácticos”, de la controversia entre ambos se derivan dos concepciones de la política: una “contractualista”, que pone el estado de paz como condición de la misma (el pacto social es la fuente del bienestar), y otra, “conflictivista” que considera que solo el estado de guerra autentifica es política (la fuente de malestar es el contrato social mismo). Su descalificación de la segunda opción es muy evidente.

Entre la política “conflictivista” se encuentra el populismo, una opción con fuerza renovada y que en España ha adquirido importancia con la aparición de nuevas fuerzas políticas. Laclau es uno de los máximos defensores de esta política del antagonismo, del anti-pacto ya que piensa que para triunfar en política, la razón ha de volverse populista. La fórmula del populismo tiene tres componentes:
·    Para hacer política hay que buscar un buen enemigo: el “régimen”, la “oligarquía”, el “poder”, el “neoliberalismo”, “la casta”, etc. Resulta trasnochado el viejo enemigo del comunismo, el capitalismo.
·         Para hacer política hay que hacer muchos amigos que quedarán compactados en el pueblo, los nuestros, que formulen a su vez demandas ambiguas aunque sean contradictorias para evitar enfrentamientos y discrepancias entre la amalgama del “pueblo” (lo mejor es expresar dichas demandas de forma demasiado explícita).
·           Para hacer política, no hay que dejar que la verdad estropee la hegemonía por lo tanto se tiene que utilizar un lenguaje impreciso, vago, fluctuante, con significantes vacíos sin relación con la verdad.


El premiado ensayo de José Luis Pardo por la editorial Anagrama es un texto desigual con momentos superficiales y casi caricaturescos (destaca en este sentido el rechazo al comunismo y a las propuestas surgidas de mayo del 68) combinados con otros momentos más sólidos e interesantes relacionados con el análisis del malestar que vivimos hoy.