Una persona culta es aquella (…) que sabe cómo elegir compañía entre los hombres [y mujeres], entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado. H. Arendt

sábado, 23 de septiembre de 2017

ALBERT CAMUS: UN HOMBRE EN TIEMPOS OSCUROS

Fue Hannah Arendt la que acuñó el término “hombres en tiempos oscuros” para referirse a los hombres (y mujeres) en desacuerdo con su tiempo y con su emplazamiento. Camus fue uno de esos hombres porque durante su vida fue un incomprendido, quizás debido a que a veces entendió mucho mejor que sus contemporáneos lo que estaba sucediendo a su alrededor[1].
Este fragmento en el que define al hombre (mujer) rebelde es muy revelador de su pensamiento y una fuente de inspiración para todas aquellas personas que pensamos que la rebeldía es consustancial al ser humano:
¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato. (…) este no afirma la existencia de una frontera. Así el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo tiempo, en la negación categórica de una intrusión juzgada intolerable y en la certeza confusa de un derecho justo[2].
Este “hombre en tiempos oscuros”, este rebelde que se convirtió en alguien incomprendido, criticado y desplazado del mundillo intelectual al que había pertenecido, planteó algunas cuestiones que siguen siendo, hoy, plenamente actuales y que Tony Judt ayuda a hacer más comprensibles.


I-Ataque a las ilusiones revolucionarias y la violencia que conllevan
En El hombre rebelde (1951) Camus expuso observaciones sobre los peligros de las líricas ilusiones revolucionarias. Camus dio la vuelta a la convencional defensa del terror revolucionario entonces en boga, puso en cuestión la revolución (incluida la Revolución Francesa) por los costes del terror y de la violencia que implicaba. Camus era muy contundente en su condena ética del regicidio, el terror o la tortura, su uso descalifica a cualquier régimen o teorías que utilicen dichos medios, sea cual sea la historia que cuenten de ellos mismos y cualquiera que sea la Utopía que prometan en el futuro. La condena de la pena de muerte o la violencia de los regímenes fascistas tiene el mismo efecto descalificador sobre las acciones y regímenes de la revolución y de sus hijos[3].
La libertad (…) figura al principio de todas las revoluciones. Sin ella, la justicia parece inimaginable a los rebeldes. Sin embargo, llega un tiempo en que la justicia exige la suspensión de la libertad. El terror, pequeño o grande, viene entonces a coronar la revolución. Cada rebeldía es nostalgia de inocencia y llamada hacia el ser. Pero la nostalgia toma un día las armas y asume la culpabilidad total, o sea el crimen y la violencia[4].
Camus desarrolló un ataque directo contra los mitos revolucionarios que eran el sostén del pensamiento radical contemporáneo. Consideraba que el socialismo presuponía la creencia en ideas eternas y el revolucionario como creyente, se sometía a la humanidad (o a la historia) que no es mejor que someterse a dios[5].
En El hombre rebelde Camus atacaba el “historicismo” de sus contemporáneos –su invocación de la “Historia” para justificar sus compromisos públicos y su indiferencia ante los costes humanos de las decisiones políticas radicales- y consideraba que se producía una especie de “divinización” de la historia, convirtiéndola en un sucedáneo de la religión. De hecho Camus afirmaba que el socialismo no era más que un cristianismo degenerado que mantenía la creencia en la finalidad de la historia, en unos fines ideales. De esta manera la historia acababa significando premio y castigo (nace el mesianismo colectivista) y convirtiéndose en una doctrina moral[6].
La fuerza central del punto de vista de Camus era la contundencia con la que señaló que el problema de la violencia totalitaria era el dilema moral y político de nuestro tiempo (incluida la que existía en la URSS y sus satélites).
Los cadalsos aparecen como los altares de la religión y la injusticia. La nueva fe no puede tolerarlos. Pero llega un momento en que la fe, si se hace dogmática, erige sus propios altares y exige la adoración incondicional. Entonces vuelven a aparecer los cadalsos y a pesar de los altares, la libertad, los juramentos y las fiestas de la Razón, las misas de la nueva fe habrán de celebrarse en la sangre[7].
Esta condena de la violencia revolucionaria fue criticada duramente por Sartre acusándola despectivamente de  moralizante. 


II-El rechazo a los compromisos políticos
Camus fue un inconformista desde el principio, tuvo aversión a las posturas políticas públicas. Buena parte de la animosidad hacia él, incluso tras su muerte, derivaba de su negativa a admitir que el lugar adecuado y necesario para el artista-intelectual estaba en la calle. Los comunistas, aparte de su antiestalinismo, le recriminaban esta actitud de no compartir “posiciones” políticas[8].
El hombre rebelde, marcó su larga retirada del compromiso político, era la fórmula que él consideró adecuada para mantenerse fiel a sí mismo. La publicación de este libro fue el momento en que la relación de Camus con su mundo se desplazó definitivamente, cuando pasó de ser “uno de los nuestros” a ser un “intruso”[9].
Camus no era un hombre político, era, por instinto y por temperamento, una persona no afiliada, y los encantos del compromiso, que tan fuerte fascinación ejercían en sus contemporáneos franceses, tenían poco atractivo para él. Sus contemporáneos no aceptaban la falta de mensaje político explícito de su obra. Sin embargo, ¿no es esto un mensaje político de otro tipo?:
(…) aprender a vivir y a morir, y, para ser hombre, rehusar ser dios.
Nosotros elegiremos Ítaca, la tierra fiel, el pensamiento audaz y frugal, la acción lúcida, la generosidad del hombre que sabe. En la luz, el mundo sigue siendo nuestro primero y nuestro último amor. Nuestros hermanos respiran bajo el mismo cielo que nosotros, la justicia vive. Entonces nace la alegría extraña que ayuda a vivir y a morir y que nosotros rechazamos en adelante aplazar para más tarde[10].
Su particular postura y su característico desplazamiento desde el compromiso a la distancia, desde una fácil (y habitualmente popular) convicción a un sentimiento de incomodidad y ambivalencia, con la correspondiente pérdida de favor público, se reflejó en tres ejemplos[11]:
1-La revancha, purga y depuración tras el fin de la II GM.
2-La posición ante el comunismo  y la posición ante el mundo bipolar: oeste capitalista/este comunista.
3-El conflicto argelino.

III- Reflexiones sobre el comportamiento humano
Para Camus lo más interesante de la experiencia de la gente durante la guerra no fue la simple división binaria del comportamiento humano en “colaboración” o “resistencia” (y eso que su expediente a este respecto era bastante mejor que el de sus críticos), sino la infinita gama de compromisos y rechazos que constituyeron el asunto de la supervivencia; la “zona gris”, en la que los dilemas y responsabilidades morales fueron sustituidos por egoísmos y un cuidadosamente calculado fallo en ver qué cosas era demasiado doloroso contemplar[12].
La obra de Camus se anticipó a la obra de Arendt sobre la “banalidad del mal”. En situaciones extremas las personas rara vez se encontraban ante simples y cómodas categorías del bien y del mal, culpable e inocente. Asignar responsabilidades no siempre era sencillo. En el mejor de los casos, las etiquetas y pasiones políticas simplificaban y hacían tosca y parcial la comprensión del comportamiento humano y sus motivos. En el peor contribuían obstinadamente a los males que con tanta confianza pretendían abordar.

IV- La responsabilidad intelectual
Para Camus la responsabilidad intelectual no consistía en tomar una postura sino en negarse a compartir una que no se tenía. En esas circunstancias, el silencio parecía ser la expresión más adecuada de sus sentimientos más profundos.
Camus era un moralista entendido de forma no peyorativa ni pedante, un moralista en Francia era un hombre cuyo distanciamiento del mundo de la influencia o del poder le permite reflexionar desinteresadamente sobre la condición humana, sus ironías y verdades, de un modo que le otorga (…) una especial autoridad.
(…) en Francia, un moralista era alguien que decía la verdad.Ser un moralista era llevar una vida intranquila. Y provocar incomodidad en otros[13].
El hombre rebelde afirmaba que no había una sola verdad sino muchas, y no todas ellas eran accesibles[14]. En lugar de la razón invocaba la responsabilidad, una ética de la responsabilidad frente a una ética de la convicción, se diferenciaba de Weber o Aron; él iba más en la línea de Isaiah Berlin en el sentido de que la vida y el pensamiento consistían en diversos tipos de verdades y que estas podían no ser acordes entre sí.
La lógica del rebelde es querer servir a la justicia para no aumentar la injusticia de su condición, esforzarse en el lenguaje claro para no espesar la mentira universal y apostar, frente al dolor de los hombres, por la felicidad[15].
¿El fin justifica los medios? Es posible. Pero ¿quién justificará el fin? A esta pregunta, que el pensamiento histórico deja pendiente, contesta la rebeldía: los medios[16].
Camus se sintió siempre incómodo con la simple idea del poder. Su desconfianza del poder en todas sus formas fue lo que le condujo a la crítica de la revolución como un abuso del saludable impulso humano para rebelarse[17]. Camus insistió mucho en ese impulso a la rebelión para contrastar el término con “revolución” poniendo de manifiesto un planteamiento anarquista al que Camus estaba ocasionalmente dispuesto[18], ya que  aceptaba la saludable herencia del colectivismo libertario[19].
Mientras que la historia, incluso colectiva, de un movimiento de rebeldía es siempre la de un compromiso sin salida en los hechos, de una protesta oscura que no compromete ni sistemas ni razones, una revolución es una tentativa para modelar el acto a partir de una idea, para dar forma al mundo en un marco teórico.Los anarquistas (…) vieron muy bien que gobierno y revolución son incompatibles[20].
Camus, un “hombre en tiempos oscuros”, cuyo pensamiento cobra actualidad por encima de muchos “revolucionarios” de otras épocas que van quedando en el olvido.

[1] Esta reflexión se basa en la lectura de dos libros, el de Albert Camus (1951): El hombre rebelde. Alianza, 2015, Madrid; y el libro de Tony Judt (2013): El peso de la responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés. Taurus, Madrid.
[2] Albert Camus (1951): 27-28.
[3] Tony Judt (2013): 142.
[4] Albert Camus (1951): 153.
[5] Albert Camus (1951): 96-97.
[6] Albert Camus (1951): 105.
[7] Albert Camus (1951): 169.
[8] Tony Judt (2013): 138-139.
[9] Tony Judt (2013): 140.
[10] Albert Camus (1951): 421.
[11] Tony Judt (2013): 158-178.
[12] Tony Judt (2013): 157.

[13] Tony Judt (2013): 178-179.
[14] Tony Judt (2013): 182.
[15] Albert Camus (1951): 393.
[16] Albert Camus (1951): 402.
[17] Tony Judt (2013): 186-187.
[18] Para Tony Judt esta tendencia al anarquismo tenía un carácter sentimental y lo considera como un punto débil del planteamiento de Camus. Tony Judt (2013): 143.
[19] Tony Judt (2013): 193.
[20] Albert Camus (1951): 155.

jueves, 7 de septiembre de 2017

HISTORIA, TIRANÍA Y EL PROCESO INDEPENDENTISTA CATALÁN

La historia no se repite, pero si alecciona[1].

Un examen de la historia nos puede permitir comprender las fuentes de la tiranía actual y ayudarnos a reflexionar sobre la respuesta adecuada que hay que darle. Un referente histórico que nos puede aleccionar en la actualidad es la caída de algunas democracias europeas y la URSS, durante el periodo de entreguerras, en el totalitarismo que se extendió por Europa en la década de 1940.
A finales del siglo XIX, al igual que a finales del siglo XX, la expansión del comercio mundial generó expectativas de progreso. A principios del siglo XX, igual que a principios del siglo XXI, esas esperanzas fueron puestas en entredicho por nuevas visiones de la política de masas en las que un líder o un partido afirmaban representar directamente la voluntad del pueblo[2].
Tanto el fascismo como el comunismo fueron una reacción a la globalización: a las desigualdades reales o imaginadas que creaba, y a la impotencia de las democracias para afrontarlas. Hoy aparecen reacciones desde el poder y al margen de este que también plantean alternativas a dicha globalización. Especialmente manipulador ha sido en Cataluña el lema del “España nos roba”, que esconde sin demasiadas vergüenzas el egoísmo del rico para compartir con el que no lo es. El mantra de que la gandulería del sur de España se aprovecha de la laboriosidad del norte catalán se diferencia muy poco de la misma afirmación alemana o inglesa respecto al sur europeo (incluida, naturalmente, Cataluña).


Que difícil resulta en Cataluña renunciar a  pronunciar las frases que utiliza el independentismo avalado desde el poder político y mediático. Que difícil resulta inventar una forma de pensar y de hablar propia que permita evitar el bombardeo mediático que vamos a tener que soportar de nuevo (ahora hasta el 1 de octubre de 2017). Esta dificultad es cada vez mayor porque cuando la Generalitat y Junts pel sí hablan de “el pueblo” siempre se refieren a algunas personas y no a otras, los desacuerdos (véase como ejemplo la decisión adoptada por En Comú Podem a principios de julio de 2017)  siempre son conflictos, y cuando las personas intentan entender la situación política de una manera distinta, se les trata como si fueran difamadores dispuestos a arremeter contra sus iniciativas (véanse las pintadas que propició la CUP contra Podemos por las declaraciones de Iglesias en julio de que él no iría a votar al referéndum del 1 de octubre, posición a día de hoy que ya no debe ser tan clara visto lo visto ayer día 6 de septiembre)).
Las formas autoritarias de la Generalitat, de Junts pel sí y de la CUP (no se permiten las dudas cuando la patria está en juego dando lugar a ceses fulminantes como el del conseller d'Empresa i Coneixement, Jordi Baiget o se aprueba en el Parlament que solo se subvencionará a aquellos diarios que sean partidarios del proceso independentista) prefiguran formas tiránicas a las que nos estamos acostumbrando en Europa (en España y en Cataluña) con extrema facilidad.  Te sometes a la tiranía cuando renuncias a la diferencia entre lo que quieres oír y lo que oyes realmente. Esa renuncia a la realidad (a la verdad) puede resultar natural y agradable, pero la consecuencia es tu desaparición como individuo, y por consiguiente el derrumbe de cualquier sistema político que dependa del individualismo.
Renunciar a los hechos es renunciar a la libertad. Si nada es verdad, nadie puede criticar al poder, porque no hay ninguna base sobre la que hacerlo. Si nada es verdad, todo es espectáculo[3].
La verdad muere de cuatro maneras (basado en Victor Klemperer[4]):

La primera es la hostilidad declarada a la realidad verificable, asumiendo la forma de presentar las invenciones y las mentiras como si fueran hechos. Degradar el mundo tal como es supone el primer paso de una creación encaminada a un contra-mundo ficticio.

La segunda es el encantamiento chamánico, es decir, la repetición constante, diseñada para hacer plausible lo ficticio y deseable lo inventado.

La tercera es el pensamiento mágico, es decir, la aceptación descarada de las contradicciones. Aceptar falsedades tan radicales exige un abandono flagrante de la razón.

La cuarta es la fe que se deposita en quienes no la merecen. Una vez que la verdad se vuelve oracular en vez de fáctica, las pruebas resultaban irrelevantes.

La postverdad es el prefascismo[5]

Los nacionalistas-independentistas catalanes practican sin pudor las cuatro maneras de matar la verdad: la historia ha sido sistemáticamente sometida a manipulación como ya he explicado en diversos textos en este mismo espacio, la propaganda chamánico-mágica desde el poder de la Generalitat resulta muchas veces estrambótica, sin embargo parece normal a quienes se rinden a ella. La aceptación de ideas contradictorias, como decía Orwell, del doblepensar, es una actitud típica de la postverdad: desprecio por los hechos cotidianos y construcción de realidades alternativas (es decir, consignas que resuenan como una nueva religión prefiriendo los mitos creativos antes que la historia o el periodismo).  Los medios de comunicación crean un son de tambores de propaganda que despierta los sentimientos de la gente antes de que tenga tiempo de establecer los hechos. Hoy en Cataluña, mucha gente ha confundido la fe en un proyecto con enormes ambigüedades y/o defectos con la verdad sobre el mundo que vivimos.
El modo de destruir todas las normas legales es centrarse en la idea de la excepción. Si no ¿cómo se entiende que unos partidos de orden como los dos que componen Junts pel sí, consideren legítimo saltarse las leyes? ¿Qué ocurrirá cuando una ciudadana como yo se las salte también? La emergencia impide hablar de cosas reales cuando el enemigo está a la puerta.
La excepción ha construido en Cataluña una política teleológica y una política de la eternidad, ambas basadas en actitudes ahistóricas que definen el nacionalismo-independentismo.

La teleología (actitud antihistórica que define al nacionalismo catalán como a otros nacionalismos incluido el español, naturalmente) es la narración del tiempo que conduce a una meta cierta y a menudo deseable (la independencia de la República catalana independiente de la malvada España que nos conducirá a la dicha y la felicidad). La política de la inevitabilidad es un coma intelectual autoinducido.

La política de la eternidad (otra actitud antihistórica y también asumida plenamente por el nacionalismo catalán) se ocupa del pasado, libre de cualquier preocupación real por los hechos. Añora momentos del pasado que realmente nunca existieron (Cataluña nunca ha existido como ente político independiente, pero eso es anatema cuando se lo dices a un independentista), durante unas épocas que además fueron desastrosas. Cualquier referencia al pasado parece implicar un ataque de algún enemigo exterior contra la pureza de la nación. En la política de la eternidad, la seducción de un pasado mitificado nos impide pensar en posibles futuros. La costumbre de hacer hincapié en la condición  de víctimas embota el impulso de autocorrección. Dado que la nación se define por sus virtudes intrínsecas, la política acaba convirtiéndose en una discusión sobre el bien y el mal en vez de en un debate sobre las posibles soluciones a los problemas reales.

Enfádate ante el uso traicionero del vocabulario patriótico[6].

Vivir en Cataluña hoy con posturas de izquierda, implica rodearse de una coraza solitaria para resistir un nacionalismo-independentismo nefasto y no caer en la pasividad, enfadándonos del uso traicionero del patrioterismo (dejaré para otro día los sucesos lamentables que tuvieron lugar ayer en el Parlament y que propició el nacionalismo, catalán en este caso).
Un nacionalista nos anima a ser la peor versión de nosotros mismos, y después nos dice que somos los mejores. Un nacionalista (…), como dijo Orwell, tiende a “no sentir el mínimo interés por lo que ocurre en el mundo real”. El nacionalismo es relativista, dado que la única verdad es el resentimiento que sentimos cuando contemplamos a los demás. Como decía el novelista Danilo Kis, el nacionalismo “no tiene unos valores universales, ni estéticos, ni éticos”[7].


[1] Esta reflexión se basa en una lectura personal del libro de Timothy Snyder (2017): Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX.  Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 11.
[2] Timothy Snyder (2017): 12-13.
[3] Timothy Snyder (2017): 75.
[4] Víctor Klemperer (1947): LTI La lengua del III Reich. Apuntes de un filólogo. Minúscula (8ª Edición), Barcelona.
[5] Timothy Snyder (2017): 81.
[6] Timothy Snyder (2017): 121.
[7] Timothy Snyder (2017): 139.